El suicidio: cuando el alma busca un respiro.

 

Hay silencios que pesan más que un grito. En cada rincón del mundo, y también en mi tierra salvadoreña, existen hombres y mujeres que caminan con una sonrisa prestada, mientras en su interior libran una batalla invisible. El suicidio no es un acto de cobardía ni una moda generacional; es el lenguaje extremo de un alma que ya no encuentra palabras para su dolor.

La ciencia ilumina lo que muchas veces el corazón ya sospecha. La corteza prefrontal, guardiana de la razón y la planificación, se apaga cuando la desesperanza nubla las decisiones. La amígdala, encendida como fuego, amplifica el miedo y la tristeza. El hipocampo, cargado de memorias, revive escenas de traumas antiguos. Y la corteza cingulada anterior, esa que traduce el rechazo social en dolor físico, late como herida abierta.

No es un capricho querer morir: es el cerebro mismo diciendo que la vida se siente insoportable.

El suicidio no nace en soledad... Viene trenzado de múltiples hilos:

La soledad de quien no encuentra escucha.

El peso de las deudas que roban el sueño.

Las cicatrices de la violencia.

Las heridas de la infancia, aún sin nombre.

La ansiedad que aprieta el pecho.

Como recuerda Oxford, no basta con atender el síntoma: hay que mirar la raíz social, económica y personal del dolor.

El suicidio suele anunciarse en frases pequeñas: “estoy cansado”, “quisiera desaparecer”, “ya nada importa”. Se esconde en búsquedas de internet, en la entrega de objetos preciados, en la repentina calma de quien ya tomó una decisión. Reconocer estas señales no es invadir: es amar a tiempo.

En el fondo de la psique habitan voces olvidadas: culpas, traumas, mandatos familiares. No es la muerte lo que realmente se busca, sino el fin de un sufrimiento insoportable. El inconsciente habla a través de pensamientos oscuros, y nuestro deber es escucharlos sin juicio, con compasión.

Salir del túnel no siempre es fácil, pero es posible:

La psicoterapia abre espacios de luz donde la palabra sana.

La medicación, cuando es necesaria, devuelve al cerebro el equilibrio perdido.

La comunidad, familia, amigos, compañeros teje redes que sostienen.

La espiritualidad ofrece sentido cuando todo parece vacío.

La justicia social recuerda que una sociedad más humana también salva vidas.

El suicidio nos confronta con lo más profundo de la condición humana: nuestra fragilidad y nuestra necesidad de sentido. Como psicólogo humanista, creo que cada vida merece ser abrazada, cada dolor merece ser escuchado, y cada historia merece tener un nuevo capítulo.

Pregúntate tu querido lector: ¿Te atreves a mirar tu propio dolor y el de los demás no como un enemigo, sino como un maestro que, al ser escuchado con amor, puede convertirse en el inicio de una vida más auténtica, plena y sagrada? Un abrazo fraterno de su amigo y psicólogo Jeovanny Molina.


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