La Intolerancia a la Frustración: El Grito Silencioso de una Sociedad Herida.

En los pasillos del alma moderna, se escuchan gritos que nadie quiere oír. No provienen de gargantas rotas ni de protestas en la calle, sino de corazones saturados, de mentes que ya no toleran esperar, perder, equivocarse o simplemente sentir dolor. Vivimos en una era donde la inmediatez es reina y la paciencia, un lujo en extinción. Este fenómeno tiene nombre: intolerancia a la frustración, y es uno de los males emocionales más silenciosos, pero devastadores del siglo XXI.

La intolerancia a la frustración no es un capricho ni una debilidad personal. Es la respuesta psicológica de una generación criada entre pantallas que responden en milisegundos, redes sociales que validan con un “me gusta” y mensajes que desaparecen si nos incomodan. Es la herida no sanada de infancias donde la sobreprotección evitó el dolor pero también impidió el desarrollo de la resiliencia. Es el resultado de sistemas educativos que premian la nota alta más que el esfuerzo, y de culturas que nos enseñaron que el error es sinónimo de fracaso y no de aprendizaje.

Como psicólogo humanista, observo que cada día más personas llegan a consulta con síntomas de ansiedad, depresión, ataques de ira o vacío existencial, cuyo origen profundo no está en un trauma evidente, sino en una baja tolerancia a la frustración. En palabras simples, no saben qué hacer cuando las cosas no salen como esperaban. Les cuesta aceptar un “no”, perder una oportunidad, ser ignorados, fracasar en una relación o esperar su turno en la vida.

¿Y cómo no? Si hemos sido programados para evitar cualquier tipo de incomodidad. Desde la infancia, se nos enseña a apagar el llanto con una pantalla, a compensar el dolor con un premio, a evitar las emociones difíciles con distracciones constantes. Así, cuando la vida que por naturaleza es imperfecta nos pone obstáculos, perdemos el control.

Pero no todo está perdido. La frustración no es el enemigo. Es una maestra incómoda, sí, pero también profundamente sabia. Ella nos recuerda que no controlamos todo, que el esfuerzo no siempre trae recompensa inmediata, que el amor no siempre será correspondido, que el dolor no siempre puede evitarse… pero que todo eso forma parte de estar vivos. Tolerar la frustración no es resignarse, sino aprender a habitar la incertidumbre con dignidad, con propósito y con humanidad.

Como sociedad salvadoreña, es urgente que empecemos a educar emocionalmente a nuestros niños y jóvenes. Que no solo les enseñemos matemáticas o historia, sino también a identificar sus emociones, a gestionar el enojo, a aceptar límites, a tolerar el “no” sin romperse. Necesitamos padres que dejen de rescatar a sus hijos de todo, y comiencen a acompañarlos en el arte de caerse y levantarse. Necesitamos docentes que entiendan que frustrarse es parte del proceso educativo. Y necesitamos líderes que hablen de salud mental con la misma urgencia con que hablan de economía o seguridad.

La intolerancia a la frustración no es un síntoma de locura, sino un llamado de auxilio de nuestra humanidad más profunda. Escuchémosla. Abracémosla. Y sobre todo, enseñemos que vivir con madurez emocional es más valioso que cualquier éxito fugaz. Porque al final, la verdadera plenitud no está en que todo salga bien, sino en cómo respondemos cuando no lo hace.

Pregúntate: ¿Estoy cultivando la fuerza interior para aceptar lo que no puedo controlar, o sigo reaccionando como alguien que espera que la vida siempre se acomode a sus deseos? Un abrazo fraterno de su amigo y psicólogo Jeovanny Molina.

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